Amelia Lucero Colan
6 de diciembre de 2024
"No puedes borrar un error. No puedes borrar una mentira. Al final, todo lo que haces es cambiar lo que crees".
Desde hace siglos, la humanidad ha perseguido la esquiva idea de libertad. Para los ilustrados, se trataba de emancipar a los pueblos del yugo de los reyes; los románticos aspiraban a romper las cadenas de las jerarquías y encontrar horizontes más igualitarios; los modernos buscaban renovar los ideales griegos, confiando en la razón y el progreso. Sin embargo, la libertad, más que un destino alcanzado, parece un espejismo lleno de contradicciones. Y en tiempos como los actuales, cabe preguntarse: ¿qué significa ser libre cuando la verdad misma se mezcla con la mentira?
Ray Bradbury, en Fahrenheit 451, imaginó un mundo donde quemar libros era el método para eliminar desigualdades e instaurar una "sociedad ideal". Hoy no necesitamos fuego para lograr algo similar: las fake news cumplen esa función con una eficacia inquietante. Sin llamas, pero con clics y algoritmos, destruyen la verdad y la reemplazan con ruido. La pregunta que nos atormenta es, entonces: ¿cómo llegamos aquí?

Fuente. Imagen extraída de La República en Perú: Un desorden de desinformación
Un mundo donde todo es ‘creíble’
En la era digital, la información circula con una velocidad inimaginable hace apenas unas décadas. En un abrir y cerrar de ojos, una noticia, un rumor o una opinión pueden ser replicados miles de veces, llegando a rincones del planeta donde jamás se conoció su contexto original. Las redes sociales se han convertido en las plazas públicas del siglo XXI, pero también en campos de batalla donde lo que importa no es la verdad, sino el impacto emocional y el alcance.
Como dice Byung-Chul Han, los influencers se han convertido en figuras centrales de estas dinámicas: no necesitan ser expertos ni poseer argumentos sólidos; basta con que sus palabras resuenen con la audiencia adecuada. En este terreno, las fake news prosperan porque apelan a algo más profundo que la razón: nuestras emociones y prejuicios. Una imagen alterada, un titular escandaloso o un video fuera de contexto tienen el poder de desatar tormentas mediáticas que, con frecuencia, son irreversibles.
¿Quién está detrás del juego?
De hecho, una de las preguntas más importantes —y que muchas veces alimentan teorías conspirativas— es: ¿quién gana con las fake news? Detrás de cada noticia falsa hay un objetivo. No siempre se trata de un villano en las sombras, pero sí suelen existir intereses específicos: políticos que buscan desestabilizar a sus oponentes, corporaciones que priorizan sus ganancias o incluso gobiernos que ven en la desinformación una herramienta para el control geopolítico.
Un ejemplo reciente fue el uso de campañas digitales por parte de Rusia para desacreditar las vacunas occidentales durante la pandemia. Mediante bots y cuentas falsas, promovieron dudas sobre la seguridad de Pfizer y Moderna, mientras impulsaban su propia vacuna, Sputnik V. Este tipo de maniobras no solo se quedan en Europa; América Latina también se convirtió en un campo de batalla informativa, dividiendo opiniones y retrasando decisiones de salud pública.
Pero no todo recae en los grandes poderes. Nosotros, como individuos, también jugamos un papel crucial. Cada vez que compartimos una noticia sin verificar, nos convertimos en parte activa de esta maquinaria. Un simple clic en un titular sensacionalista basta para nutrir un sistema que se enriquece sembrando la confusión.
Víctimas y cómplices
El juego de la desinformación no es unilateral. Somos tanto víctimas como cómplices de este caos. Por un lado, estamos expuestos a un bombardeo constante de información que apela a nuestras emociones, haciéndonos más proclives a creer en mentiras que confirmen nuestros prejuicios. Por el otro, perpetuamos este ciclo al no detenernos a cuestionar lo que leemos y compartimos.
En 2022, durante las elecciones presidenciales de Brasil, se difundieron rumores de fraude electoral a través de WhatsApp, especialmente entre comunidades rurales quienes quedan más vulnerables a este tipo de fenómenos. Aunque las autoridades desmintieron estas acusaciones, la desinformación sembró desconfianza en el sistema democrático, dividiendo aún más a un país ya polarizado.
Esta dualidad —ser víctimas y cómplices— refuerza la máquina de la desinformación. Si no aprendemos a filtrar lo que consumimos y compartimos, perpetuamos un círculo vicioso que solo beneficia a quienes buscan controlarnos.
El precio de la manipulación
¿Cuánto nos cuesta habitar un mundo donde la verdad y la mentira comparten el mismo escenario, bajo las mismas luces? No es solo un costo político o económico, sino una pérdida que cala en nuestra esencia. La desinformación erosiona los cimientos de nuestra convivencia, nos distancia de quienes piensan diferente y levanta muros invisibles que fragmentan comunidades.
En la pandemia lo vimos con brutal claridad. Familias que rompieron lazos por creer en teorías conspirativas, amistades que se desmoronaron frente a la pantalla de un celular, decisiones críticas que se pospusieron mientras la incertidumbre reinaba. En este paisaje de caos y confusión, cada clic, cada compartido, cada mensaje sin verificar actúa como un engranaje más de esta maquinaria que alimenta el desorden y debilita nuestra humanidad.
La manipulación no solo nos roba certezas; nos despoja de algo aún más valioso: nuestra capacidad de confiar. Nos volvemos escépticos de todo y de todos, prisioneros de un ciclo donde las dudas se reproducen más rápido que las respuestas. Así, la libertad —ese viejo sueño de los románticos, ilustrados y modernos— se transforma en una ilusión aún más esquiva.

Fuente. Ilustración tomada de la Revista 100 días en ¿Por qué la desinformación es una amenaza para la democracia?