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Elogio a la locura: incomodarse en el teatro

El teatro, a lo largo de la historia, ha sido un medio crucial para examinar y desafiar las estructuras de poder.

Gimena Collazos

8 de octubre de 2024

El teatro, a lo largo de la historia, ha sido un medio crucial para examinar y desafiar las estructuras de poder, revelando verdades incómodas y ofreciendo al público un espacio de reflexión crítica sobre la sociedad. En Perú, con figuras como Manuel Ascencio Segura, esta tradición se consolidó como un mecanismo de crítica a las costumbres y la política de su tiempo. Hoy, sin embargo, la pregunta fundamental no es solo sobre el papel del espectador en esta interacción, sino sobre el rol que el teatro y su público deben jugar en un contexto de crisis política, corrupción y desigualdad que atraviesa el país. ¿Ha perdido el teatro su capacidad para incomodar y cuestionar, o el espectador ha optado por ignorar esas provocaciones?


Desde sus orígenes, el teatro ha sido un espacio para confrontar al poder, y en el Perú del siglo XIX, el trabajo de Segura reveló una Lima marcada por la hipocresía, la política corrupta y las tensiones sociales. Pero, a medida que el país enfrenta problemas aún más complejos en la actualidad, como la corrupción endémica, la violencia estructural y la creciente desigualdad, el teatro parece haber perdido, en muchos casos, su carácter insurgente. Las obras contemporáneas siguen abordando estos temas, pero la pregunta que surge es si el público está dispuesto a reconocerlos y, lo más importante, a ser sacudido por ellos.


La relación entre el teatro y su audiencia “debe ser”, inevitablemente, política. En un mundo ideal, el espectador debe ser un participante crítico, consciente de las implicaciones sociales y políticas de lo que se representa en aquellos espectáculos que asisten. Pero en la práctica, muchos asisten al teatro buscando simple entretenimiento, satisfechos con narrativas fáciles que no desafían su perspectiva del mundo lo cual no es negativo lo cual no es necesariamente negativo en sí mismo. El teatro, al igual que cualquier otra forma de arte, tiene múltiples funciones y una de ellas es brindar un espacio de evasión y disfrute. En momentos de crisis o estrés personal, el entretenimiento puede ofrecer un respiro necesario. Sin embargo, el problema surge cuando este tipo de teatro se convierte en la norma y se ignora la capacidad del arte para cuestionar, provocar y transformar. Esto es particularmente preocupante en un contexto donde el país necesita, quizás más que nunca, que sus ciudadanos cuestionen las estructuras de poder que los rodea.


Las obras que realmente tocan temas sociales profundos, como "Personas, lugares y cosas" o "¿Quién mató a Palomino Molero?", a menudo luchan por llenar las salas. El público, que podría sentirse incómodo ante una crítica directa a las estructuras políticas y sociales, prefiere evitar confrontaciones de la realidad.


El problema no radica únicamente en el espectador; los dramaturgos y productores también comparten la responsabilidad de esta desconexión. Si bien es cierto que algunas obras intentan romper la apatía del público, muchas otras se ven atrapadas en una oferta de entretenimiento superficial que busca evitar cualquier tipo de controversia política. Esta elección no es inocente. En un contexto donde los medios están controlados por grupos de poder, el teatro podría ser uno de los últimos bastiones de resistencia crítica. Sin embargo, su capacidad para cumplir ese rol se ve amenazada por una industria que, a menudo, privilegia la rentabilidad sobre la relevancia social y política.


En un mundo donde la información está a un clic de distancia y las plataformas de streaming ofrecen entretenimiento sin pausa, la asistencia al teatro debería ser un acto de compromiso político, una oportunidad para desconectar de la superficialidad y confrontar las verdades difíciles. Sin embargo, el espectador contemporáneo parece haber adoptado una postura de pasividad ante las narrativas que se presentan en el escenario. Esto es, en última instancia, una derrota tanto para el arte como para la sociedad. El teatro tiene la capacidad de ser una herramienta política transformadora, pero su impacto depende de la voluntad del público para asumir su papel en esa dinámica. La verdadera tragedia no está en las obras que no se producen, sino en el público que, habiendo sido empoderado por el teatro a lo largo de la historia, ha decidido voluntariamente ceder ese poder.

Edición
José Miguel Bellido
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